Internacional

Entrevista a Noam Chomsky: Arrecian las guerras de propaganda mientras se extiende la guerra de Rusia contra Ucrania

Desde la Primera Guerra Mundial, la propaganda ha desempeñado un papel crucial en la guerra. La propaganda se utiliza para aumentar el apoyo al conflicto entre los ciudadanos de la nación que libra la guerra. Los gobiernos nacionales también utilizan campañas de propaganda específicas en un intento de influir en la opinión pública y en el comportamiento de los países con los que están en guerra, así como para influir en la opinión internacional.

Esencialmente, la propaganda, ya sea que se difunda a través de medios de comunicación controlados por el Estado o privados, tiene que ver con técnicas de manipulación de la opinión pública basadas en información incompleta o errónea, en mentiras y engaños. Durante la Segunda Guerra Mundial, tanto los nazis como los aliados invirtieron mucho en operaciones de propaganda como parte del esfuerzo general de cada bando por ganar la guerra.

La guerra en Ucrania no es diferente. Tanto los dirigentes rusos como los ucranianos han emprendido una campaña de difusión sistemática de información bélica que puede calificarse fácilmente de propaganda. Otras partes con intereses en el conflicto, como los Estados Unidos y China, también participan en operaciones de propaganda, que funcionan a la par que su aparente falta de interés en los esfuerzos diplomáticos para poner fin a la guerra.

En la siguiente entrevista, realizada por su fiel colaborador, C. J. Polychroniou, Noam Chomsky, destacada personalidad académica y disidente, que elaboró, junto a Edward Herman, el concepto de “modelo de propaganda”, analiza la cuestión de quién va ganando la guerra de propaganda en Ucrania. Además, discute de qué modo los medios sociales configuran la realidad política hoy en día, analiza si el «modelo de propaganda» todavía funciona, y disecciona el papel del uso del «whataboutism» [la falacia del “tu quoque” o “y tú más”]. Por último, comparte su opinión sobre el caso de Julian Assange y lo que revela sobre los principios democráticos nortemericanos su ya casi segura extradición a los Estados Unidos, por haber cometido el «delito» de divulgar información pública sobre las guerras de Afganistán e Irak.

La propaganda en tiempos de guerra se ha convertido en el mundo moderno en un arma poderosa para ganarse el apoyo de la opinion pública a la guerra y proporcionar una justificación moral para la misma, destacando por lo general la «malvada» naturaleza del enemigo. También se utiliza para acabar con la voluntad de lucha de las fuerzas enemigas. En el caso de la invasión rusa de Ucrania, parece que la propaganda del Kremlin está funcionando hasta ahora dentro de Rusia y que domina las redes sociales chinas, pero da la impresión de que Ucrania va ganando la guerra de la información en el ámbito mundial, especialmente en Occidente. ¿Está usted de acuerdo con esta valoración? ¿Hay alguna mentira o mito bélico importante en torno al conflicto entre Rusia y Ucrania que valga la pena señalar?

La propaganda en tiempos de guerra lleva constituyendo un arma poderosa desde hace mucho tiempo, sospecho que desde lo que podemos rastrear en los anales de la historia. Y a menudo supone un arma con consecuencias a largo plazo, que merecen atención y reflexión.

Sólo por ceñirnos a tiempos modernos, el acorazado norteamericano Maine se hundió en el puerto de La Habana en 1898, probablemente a causa de una explosión interna. La prensa de Hearst consiguió despertar una ola de histeria popular sobre la maligna naturaleza de España. Con ello se proporcionó el trasfondo necesario para una invasión de Cuba que aquí denominamos «liberación de Cuba». O, tal como debería llamarse, la prevención de la liberación por si misma de Cuba respecto a España, lo cual convirtió a Cuba virtualmente en una colonia norteamericana. Así permaneció hasta 1959, cuando Cuba se vio efectivamente liberada, y los Estados Unidos, casi de inmediato, emprendieron una despiadada campaña de terror y sanciones para acabar con el «exitoso desafío» de Cuba a la política de 150 años de los Estados Unidos consistente en dominar el hemisferio, como explicó el Departamento de Estado hace 50 años.

La creación de mitos bélicos puede tener consecuencias a largo plazo.

Unos años después, en 1916, fue elegido presidente Woodrow Wilson con el lema «Paz sin Victoria», que rápidamente se transmutó en Victoria sin Paz. Una avalancha de mitos bélicos convirtió rápidamente a una población pacifista en una población consumida por el odio a todo lo alemán. Al principio, la propaganda provenía del Ministerio de Información británico; ya sabemos lo que eso significa. Los intelectuales norteamericanos del círculo liberal de Dewey la absorbieron con entusiasmo, declarándose líderes de la campaña de liberación del mundo. Por primera vez en la historia, explicaron con sobriedad, la guerra no la iniciaron las élites militares o políticas, sino los intelectuales reflexivos -ellos- que habían estudiado cuidadosamente la situación y, tras una cuidadosa deliberación, determinaron racionalmente el rumbo de acción correcto: entrar en la guerra para llevar la libertad y el bienestar al mundo, y acabar con las atrocidades de los “hunos” urdidas por el Ministerio de Información británico.

Una de las consecuencias de las muy efectivas campañas de Odio a Alemania fue la imposición de una paz de los vencedores, que reservó un duro trato a la Alemania derrotada. Hubo quienes se opusieron firmemente, sobre todo John Maynard Keynes. Se les ignoró. Gracias a eso tuvimos a Hitler.

En una entrevista anterior hablábamos de cómo el embajador Chas Freeman comparó el acuerdo de posguerra de Odio de Alemania con un triunfo del arte de gobernar (no con gente agradable): el Congreso de Viena de 1815. El Congreso trató de establecer un orden europeo después de que se hubiera superado el intento de Napoleón de conquistar Europa. Con buen criterio, el Congreso incorporó a la Francia derrotada. Y esto condujo a un siglo de relativa paz en Europa.

Se pueden sacar algunas lecciones.

Para no verse rebasado por los británicos, el presidente Wilson creó su propia agencia de propaganda, el Comité de Información Pública (la Comisión Creel), que desempeñó sus propios servicios.

Estos ejercicios también tuvieron efecto a largo plazo. Entre los miembros de la Comisión se encontraban Walter Lippmann, que llegó a ser el principal intelectual público del siglo XX, y Edward Bernays, que se convirtió en uno de los fundadores primordiales de la moderna industria de relaciones públicas, de la principal agencia de propaganda del mundo, dedicada a socavar los mercados creando consumidores desinformados que toman decisiones irracionales, lo contrario de lo que se aprende sobre los mercados en primero de Económicas. Al estimular el consumismo desenfrenado, la industria también está llevando al mundo al desastre, pero eso es otra cuestión.

Tanto Lippmann como Bernays atribuyeron a la Comisión Creel la demostración del poder de la propaganda en la «fabricación de consentimiento» (Lippmann) y la «ingeniería del consentimiento» (Bernays). Este «nuevo arte en la práctica de la democracia», explicaba Lippmann, podía utilizarse para mantener a aquellas «personas ajenas ignorantes y entrometidos forasteros» -el público en general- pasivos y obedientes mientras los autodenominados «hombres responsables» se ocupaban de los asuntos importantes, libres del «atropello y el clamor de un rebaño desconcertado.» Bernays expresó opiniones similares. No estaban solos.

Lippmann y Bernays eran liberales de Wilson-Roosevelt-Kennedy. La concepción de la democracia que elaboraron coincidía con las concepciones liberales dominantes, las de entonces y desde entonces.

Las ideas se extienden ampliamente a las sociedades más libres, en las que «las ideas impopulares pueden suprimirse sin el uso de la fuerza», tal y como expuso el asunto George Orwell en su introducción (no publicada) de Rebelión en la granja sobre la «censura literaria» en Inglaterra.

Y así continúa. Sobre todo en las sociedades más libres, en las que los medios de violencia estatal se han visto limitados por el activismo popular, resulta de gran importancia idear métodos para fabricar consentimiento, y asegurarse de que se interiorizan, volviéndose tan invisibles como el aire que respiramos, especialmente en círculos instruidos y elocuentes. La imposición de mitos bélicos es una característica habitual de estos empeños.

A menudo funciona, de forma bastante espectacular. En la Rusia de hoy, según las crónicas, una gran mayoría acepta la doctrina de que, en Ucrania, Rusia se está defendiendo de un ataque nazi que recuerda a la Segunda Guerra Mundial, cuando Ucrania estaba, de hecho, colaborando en la agresión que estuvo a punto de destruir a Rusia al tiempo que se cobraba un precio horrible.

La propaganda es tan disparatada como los mitos de la guerra en general, pero al igual que otras, se basa en retazos de verdad y, al parecer, ha sido eficaz a nivel nacional para fabricar consentimiento.

No podemos estar realmente seguros debido a la rígida censura ahora en vigor, un sello de la cultura política estadounidense desde hace mucho tiempo: hay que proteger al «rebaño desconcertado» de las «ideas equivocadas». En consecuencia, hay que «proteger» a los norteamericanos de una propaganda que, según se nos dice, es tan ridícula que sólo aquellos que tienen el cerebro completamente lavado podrían evitar reírse.

De acuerdo con este punto de vista, para castigar a Vladimir Putin todo el material proveniente de Rusia debe ser rigurosamente prohibido a los oídos estadounidenses. Eso incluye el trabajo de destacados periodistas y comentaristas políticos estadounidenses, como Chris Hedges, cuyo largo historial de valiente periodismo incluye su servicio como jefe de la oficina de Oriente Medio y los Balcanes del New York Times, y sus astutos y perspicaces comentarios desde entonces. Hay que proteger a los norteamericanos de su maligna influencia, porque sus crónicas aparecen en RT. Ahora han sido eliminadas. Los estadounidenses se han «salvado» de leerlas.

Chúpese esa, señor Putin.

Como era de esperar en una sociedad libre, es posible, con cierto esfuerzo, aprender algo sobre la postura oficial de Rusia en relación a la guerra, o, tal como la denomima Rusia, la «operación militar especial». Gracias, por ejemplo, a la India, donde el ministro de Asuntos Exteriores, Sergey Lavrov, mantuvo una larga entrevista con la televisión India Today el 19 de abril.

Constantemente somos testigos de los instructivos efectos de este rígido adoctrinamiento. Uno de ellos es que es de rigor referirse a la agresión criminal de Putin contra Ucrania como su «invasión no provocada de Ucrania». La búsqueda de esta frase en Google arroja unos «2.430.000 resultados» (en 0,42 segundos).

Por curiosidad, podríamos buscar «invasión no provocada de Irak». La búsqueda arroja «Unos 11.700 resultados» (en 0,35 segundos), aparentemente de fuentes contrarias a la guerra, según sugiere una breve búsqueda.

El ejemplo es interesante no sólo por sí mismo, sino por su fuerte inversión de los hechos. La guerra de Irak no fue provocada en absoluto: Dick Cheney y Donald Rumsfeld tuvieron que esforzarse mucho, incluso recurrir a la tortura, para tratar de encontrar alguna partícula de evidencia que vinculara a Saddam Hussein con Al Qaeda. La famosa desaparición de las armas de destrucción masiva no habría sido una provocación para la agresión, aunque hubiera habido alguna razón para creer que existían.

Por el contrario, la invasión rusa de Ucrania fue definitivamente provocada, aunque en el actual clima es necesario añadir el tópico de que la provocación no proporciona justificación alguna para la invasión.

Una serie de diplomáticos y analistas políticos norteamericanos de alto nivel llevan 30 años advirtiendo a Washington de que era imprudente e innecesariamente provocador ignorar las preocupaciones de seguridad de Rusia, en particular sus líneas rojas: la no adhesión a la OTAN de Georgia y Ucrania, en el corazón geoestratégico de Rusia.

Con plena comprensión de lo que llevaba haciendo desde 2014, la OTAN (lo que quiere decir, básicamente, los Estados Unidos), ha «proporcionado un apoyo significativo [a Ucrania] con equipos, con entrenamiento, se han entrenado decenas de miles de soldados ucranianos, y luego, cuando vimos los datos de inteligencia que indicaban una muy probable invasión, los aliados se apuraron el pasado otoño y este invierno», antes de la invasión, de acuerdo con el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg.

El compromiso de los Estados Unidos de integrar a Ucrania en el mando de la OTAN también se intensificó en otoño de 2021 con las declaraciones políticas oficiales que ya hemos comentado, ocultadas al rebaño desconcertado por la «prensa libre», pero seguramente leídas con atención por la inteligencia rusa. No hubo que informar a la inteligencia rusa de que «antes de la invasión rusa de Ucrania, Estados Unidos no hizo ningún esfuerzo por abordar una de las principales preocupaciones de seguridad formuladas más a menudo por Vladimir Putin: la posibilidad de que Ucrania se incorporase a la OTAN», tal como reconoció el Departamento de Estado, algo que se difundió poco por estos pagos.

Sin entrar en más detalles, la invasión de Ucrania por parte de Putin fue claramente provocada, mientras que la invasión de Irak por parte de Estados Unidos fue claramente no provocada. Eso es exactamente lo contrario de los comentarios e informaciones habituales. Pero también es exactamente la norma de la propaganda bélica, no sólo en Estados Unidos, aunque resulta más instructivo observar el proceso en las sociedades libres.

Muchos consideran que es un error sacar a relucir estos asuntos, incluso una forma de propaganda favorable a Putin: deberíamos, más bien, centrarnos como un láser en los continuos crímenes de Rusia. Contrariamente a lo que creen, esa postura no ayuda a los ucranianos. Les perjudica. Si se nos prohíbe, por dictado, aprender sobre nosotros mismos, no podremos desarrollar medidas políticas que beneficien a otros, y entre ellos a los ucranianos. Esto parece algo elemental.

Un análisis más profundo arroja muchos otros ejemplos instructivos. Debatimos las alabanzas del profesor de Derecho de Harvard Lawrence Tribe a la decisión del presidente George W. Bush en 2003 de «ayudar al pueblo iraquí» confiscando «los fondos iraquíes depositados en los bancos estadounidenses», y, de paso, invadiendo y destruyendo el país, algo demasiado poco importante como para mencionarlo. Dicho con mayor detalle, se incautaron los fondos «para ayudar al pueblo iraquí y compensar a las víctimas del terrorismo», algo de lo cual el pueblo iraquí no tenía ninguna responsabilidad.

No seguimos preguntando cómo se iba a ayudar al pueblo iraquí. Es razonable suponer que no se trata de una compensación por el «genocidio» de los Estados Unidos en Irak antes de la invasión.

«Genocidio» no es término mío. Es, antes bien, el término utilizado por los distinguidos diplomáticos internacionales que administraron el «Programa petróleo por alimentos», el lado blando de las sanciones del presidente Bill Clinton (técnicamente, a través de la ONU). El primero, Denis Halliday, dimitió en protesta porque consideraba «genocidas» las sanciones. Le substituyó Hans von Sponeck, que no sólo dimitió en protesta con la misma acusación, sino que también escribió un libro muy importante en el que ofrece amplios detalles de las espeluznantes torturas causadas a los iraquíes por las sanciones de Clinton, A Different Kind of War.

Los estadounidenses no se encuentran totalmente protegidos de estas desagradables revelaciones. Aunque el libro de von Sponeck nunca fue objeto de reseñas, hasta donde puedo determinar, lo puede comprar en Amazon (por 95 dólares) cualquiera que haya oído hablar de él. Y la pequeña editorial que publicó la edición en inglés pudo incluso reunir dos notas editoriales: la de John Pilger y la mía, convenientemente alejadas de la corriente dominante.

Hay, por supuesto, una avalancha de comentarios sobre el «genocidio». De acuerdo con los criterios que se emplean, los Estados Unidos y sus aliados son culpables de esa acusación una y otra vez, pero la censura voluntaria impide que se reconozca esto, del mismo modo que protege a los norteamericanos de las encuestas internacionales de Gallup que muestran que a los Estados Unidos se les considera, con diferencia, la mayor amenaza para la paz mundial, o que la opinión pública mundial se opuso de forma abrumadora a la invasión de Afganistán por parte de Estados Unidos (también «no provocada», si prestamos atención), y otras informaciones improcedentes.

No creo que haya «mentiras significativas» en los reportajes de guerra. Los medios de comunicación norteamericanos están haciendo en general un trabajo muy meritorio a la hora de informar sobre los crímenes rusos en Ucrania. Esto tiene su valor, igual que lo tiene que se estén llevando a cabo investigaciones internacionales para preparar posibles juicios por crímenes de guerra.

Ese patrón también es normal. Somos muy escrupulosos a la hora de desvelar detalles sobre los crímenes de los demás. Sin duda, a veces hay invenciones, que en ocasiones llegan al nivel de la comedia, asuntos que el difunto Edward Herman y yo documentamos con gran detalle. Pero cuando los crímenes del enemigo se pueden observar directamente, sobre el terreno, los periodistas suelen hacer un buen trabajo informando y exponiéndolos. Y se profundiza en ellos a través de estudios e investigaciones exhaustivas.

Como ya hemos comentado, en las muy raras ocasiones en que los crímenes norteamericanos son tan flagrantes que no se pueden desestimar o ignorar, también se puede informar de ellos, pero de tal manera que se ocultan crímenes mucho más importantes de los que son una pequeña nota a pie de página. La matanza de My Lai [en Vietnam], por ejemplo.

En cuanto a que Ucrania vaya ganando la guerra de la información, la calificación «en Occidente» es precisa. Estados Unidos ha sido siempre entusiasta y riguroso a la hora de denunciar los crímenes de sus enemigos, y en el caso actual, Europa le sigue la corriente. Pero fuera de los Estados Unidos-Europa, el panorama es más ambiguo. En el Sur Global, donde vive la mayor parte de la población mundial, se denuncia la invasión, pero no se adopta acríticamente el marco propagandístico estadounidense, hecho que ha provocado una considerable perplejidad en este país en lo que respecta a las razones por las que están «desfasados».

Eso también resulta muy normal. Las víctimas tradicionales de violencia y represión brutales suelen ver el mundo de forma bastante diferente a la de quienes están acostumbrados a llevar el látigo.

Hasta en Australia se produce cierta insubordinación. En la revista de asuntos internacionales Arena, el director, Simon Cooper, analiza y deplora la rígida censura, así como la intolerancia frente a la más leve disidencia en los medios de comunicación liberales de los Estados Unidos. Concluye, razonablemente, que «esto significa que es casi imposible dentro de la corriente de opinión dominante reconocer simultáneamente las acciones insoportables de Putin y forjar un camino para salir de la guerra que no implique una escalada y una mayor destrucción de Ucrania».

Lo que no supone ayuda alguna a los sufridos ucranianos, por supuesto.

Eso tampoco resulta nada nuevo. Ese ha sido el patrón dominante durante mucho tiempo, y lo fue especialmente durante la Primera Guerra Mundial. Hubo quines no se conformaron simplemente con la ortodoxia establecida después de que Wilson entrara en la guerra. El principal líder obrero del país, Eugene Debs, fue encarcelado por atreverse a sugerir a los trabajadores que debían pensar por sí mismos. Era tan detestado por la administración liberal de Wilson que fue excluido de la amnistía de postguerra de Wilson. En los círculos intelectuales liberales de Dewey, también hubo algunos desobedientes. El más famoso fue Randolph Bourne. No se le encarceló, pero se le prohibió el acceso a revistas liberales para que no pudiera difundir su mensaje subversivo de que «la guerra es la salud del Estado».

Debo mencionar que unos años más tarde, para mérito suyo, el propio Dewey le dio claramente la vuelta a su postura.

Es comprensible que los liberales se sientan especialmente entusiasmados cuando se presenta la oportunidad de condenar los crímenes del enemigo. Por una vez, están del lado del poder. Los crímenes son reales, y pueden así marchar en el desfile que los condena con razón y que se les alabe por su conformidad (bastante adecuada). Eso resulta muy tentador para quienes a veces, aunque sea tímidamente, condenan los crímenes de los que somos corresponsables y, por lo tanto, se ven castigados por su adhesión a principios morales elementales.

¿La difusión de las redes sociales ha hecho más o menos difícil hacerse una idea exacta de la realidad política?

Resulta difícil decirlo. Para mí resulta especialmente difícil decirlo, porque evito las redes sociales y sólo tengo una información limitada. Mi impresión es que se trata de una historia mixta.

Las redes sociales ofrecen la oportunidad de escuchar toda una serie de perspectivas y análisis, y de encontrar información que a menudo no está disponible en la corriente dominante. Por otro lado, no está claro hasta qué punto se aprovechan estas oportunidades. Hay muchos comentarios -confirmados por mi propia y limitada experiencia- que sostienen que muchos tienden a gravitar en burbujas que se refuerzan a sí mismas, y escuchando poco de lo que hay más allá de sus propias creencias y actitudes y, lo que es peor, afianzándolas más firmemente y de maneras más intensas y extremas.

Aparte de eso, las fuentes básicas de noticias siguen siendo más o menos las mismas: la prensa convencional, que tiene reporteros y oficinas sobre el terreno. Internet ofrece la posibilidad de consultar un abanico mucho más amplio de medios de comunicación, pero mi impresión, una vez más, es se aprovechan poco esas posibilidades.

Una consecuencia nefasta de la rápida proliferación de las redes sociales estriba en es el fuerte declive de los medios de comunicación convencionales. No hace tanto tiempo, había muchos medios locales de calidad en Estados Unidos. Pocos tienen siquiera oficinas en Washington, y mucho menos en otros lugares, como tenían muchos no hace tanto tiempo. Durante las guerras de Ronald Reagan en Centroamérica, que alcanzaron extremos de sadismo, algunos de los mejores reportajes los realizaron reporteros del Boston Globe, algunos de ellos amigos personales míos. Todo eso prácticamente ha desaparecido.

La razón fundamental estriba en la dependencia de los anunciantes, una de las maldiciones del sistema capitalista. Los padres fundadores [de los EE.UU.] tenían una visión diferente. Estaban a favor de una prensa verdaderamente independiente y la fomentaron. El Departamento de Correos se creó en gran medida con este propósito, dando acceso barato a una prensa independiente.

En consonancia con el hecho de que se trata, en una medida inusual, una sociedad dirigida por empresas, los Estados Unidos también son inusuales en el sentido de que carecen prácticamente de medios de comunicación públicos: nada como la BBC, por ejemplo. Los esfuerzos por desarrollar medios de comunicación como servicio público -primero en la radio y luego en la televisión- se vieron rechazados por una intensa presión empresarial.

Hay un excelente trabajo académico sobre este tema, que se extiende también a iniciativas activistas serias para superar estas graves infracciones de la democracia, sobre todo por parte de Robert McChesney y Victor Pickard.

Hace casi 35 años, usted y Edward Herman publicaron Manufacturing Consent: The Political Economy of the Mass MediaEl libro introducía el «modelo de propaganda» de la comunicación que opera a través de cinco filtros: la propiedad, la publicidad, la élite mediática, la propaganda y el enemigo común. ¿Ha cambiado la era digital el modelo de «propaganda»? ¿Sigue funcionando?

Desgraciadamente, Edward -el autor principal- ya no está con nosotros. Se le echa mucho de menos. Creo que estaría de acuerdo conmigo en que la era digital no ha cambiado mucho, más allá de lo que acabo de describir. Lo que sobrevive de los medios de comunicación convencionales en una sociedad mayoritariamente empresarial sigue siendo la principal fuente de información y está sujeta a los mismos tipos de presiones que antes.

Ha habido cambios importantes, aparte de los que he mencionado brevemente. Al igual que otras instituciones, hasta en el sector empresarial, los medios de comunicación se han visto influidos por los efectos civilizadores de los movimientos populares de los años 60 y sus consecuencias. Resulta bastante esclarecedor ver lo que se consideraba un comentario y una información adecuados en años anteriores. Muchos periodistas han pasado por estas experiencias liberadoras.

Naturalmente, hay una enorme reacción, que incluye denuncias apasionadas de la cultura «woke» que reconoce que hay seres humanos con derechos, aparte de los hombres blancos cristianos. Desde la «estrategia sureña» de Nixon, los dirigentes del Partido Republicano han comprendido que, dado que no pueden ganar votos con sus políticas económicas al servicio de las grandes fortunas y del poder de las empresas, deben tratar de dirigir la atención hacia «cuestiones culturales»: la falsa idea de un «Gran Reemplazo«, o las armas, o cualquier cosa que oculte, en efecto, el hecho de que estamos trabajando duro para apuñalarte por la espalda. Donald Trump era un maestro de esta técnica, denominada a veces técnica de «al ladrón, al ladrón»: cuando te pillan con la mano en el bolsillo de alguien, gritas «al ladrón, al ladrón» y señalas hacia otro lado.

A pesar de estos esfuerzos, los medios de comunicación han mejorado en este sentido, reflejando los cambios en la sociedad en general. Esto no resulta en absoluto irrelevante.

¿Qué opina del «Y tú más», que está suscitando una gran controversia estos días a causa de la guerra en curso en Ucrania?

También aquí tenemos una larga historia. Al principio de la postguerra [de la Segunda Guerra Mundial], el pensamiento independiente se le podía silenciar con la acusación de comsymp [simpatías comunistas]: eres un apologeta de los crímenes de Stalin. A veces se condena como macartismo, pero eso no era más que la vulgar punta del iceberg. Lo que ahora se denuncia como «cultura de la cancelación» era rampante y seguía siéndolo.

Esa técnica perdió parte de su poder cuando el país empezó a despertar del sueño dogmático en los años 60. A principios de los 80, Jeane Kirkpatrick, importante intelectual de la política exterior reaganiana, ideó otra técnica: la equivalencia moral. Si revelas y criticas las atrocidades que apoyaba ella en la administración Reagan, eres culpable de «equivalencia moral». Estás afirmando que Reagan no es diferente de Stalin o Hitler. Eso sirvió durante algún tiempo para someter a los disidentes de la línea del partido.

El “Y tú más” constituye una nueva variante, apenas diferente de las que le han precedido.

Para la verdadera mentalidad totalitaria, nada de esto es suficiente. Los líderes del Partido Republicano, se esfuerzan por limpiar las escuelas de cualquier cosa que resulte «divisiva» o que cause «incomodidad». En ello se incluye prácticamente toda la historia, aparte de los lemas patrióticos aprobados por la Comisión 1776 de Trump, o lo que den en idear los dirigentes del Partido Republicano cuando tomen el mando y estén en condiciones de imponer una disciplina más estricta. Hoy vemos numerosas señales de ello, y hay muchas razones para esperar que haya más.

Es importante recordar lo rígidos que han sido los controles doctrinales en EE.UU., acaso un reflejo del hecho de que se trata de una sociedad muy libre en comparación con otras, lo que plantea problemas a los gestores doctrinales, que deben estar siempre atentos a los signos de desviación.

Ahora, después de muchos años, es posible pronunciar la palabra «socialista», que significa moderadamente socialdemócrata. En ese sentido, los Estados Unidos han salido por fin de la compañía de las dictaduras totalitarias. Si nos remontamos 60 años atrás, hasta las palabras «capitalismo» e «imperialismo» eran demasiado radicales como para pronunciarlas. El presidente de Students for a Democratic Society, Paul Potter se armó de valor en 1965 para «nombrar el sistema» en su discurso presidencial, pero no consiguió pronunciar esas palabras.

En los años 60 se produjeron algunos avances, algo que preocupaba profundamente a los liberales estadounidenses, que advertían de una «crisis de la democracia» cuando había demasiados sectores de la población que intentaban entrar en la escena política para defender sus derechos.

Aconsejaron más «moderación en la democracia», una vuelta a la pasividad y a la obediencia, y condenaron a las instituciones responsables del «adoctrinamiento de los jóvenes» por no cumplir con su deber.

Desde entonces se han abierto más las puertas, lo que no hace más que demandar medidas más urgentes para imponer disciplina.

Si los autoritarios del GOP son capaces de destruir la democracia lo suficiente como para establecer un gobierno permanente por parte de una casta nacionalista cristiana y supremacista blanca, sumisa a la riqueza extrema y al poder privado, es probable que disfrutemos de las payasadas de figuras como el gobernador de Florida, Ron DeSantis, que prohibió el 40% de los textos de matemáticas para niños en Florida debido a «las referencias a la Teoría Crítica de la Raza (CRT), la inclusión de Common Core [niveles educativos básicos comunes] y la adición no solicitada de Aprendizaje Social Emocional (SEL) en matemáticas», según la directiva oficial. Presionado, el estado [de Florida] dio a conocer algunos ejemplos aterradores, como el objetivo educativo que consiste en que: «Los estudiantes desarrollan su competencia de conciencia social a medida que practican la empatía con sus compañeros de clase.»

Si el país en su conjunto asciende a las alturas de las aspiraciones del GOP, no será necesario recurrir a artilugios como la «equivalencia moral» y el «Y tú más» para sofocar el pensamiento independiente.

Una última pregunta. Un juez del Reino Unido ha aprobado formalmente la extradición de Julian Assange a EE.UU., a pesar de la profunda preocupación de que tal medida le coloque en riesgo de «graves violaciones de los derechos humanos», tal como advirtió hace un par de años Agnès Callamard, ex relatora especial de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias. En caso de que Assange se vea efectivamente extraditado a los Estados Unidos, lo que ya es casi seguro, se enfrenta a penas de hasta 175 años de prisión por hacer pública información sobre las guerras de Irak y Afganistán. ¿Puede comentar el caso de Julian Assange, la ley utilizada para procesarlo, lo que su persecución revela sobre la libertad de expresión y el estado de la democracia estadounidense?

Assange ha estado retenido durante años en condiciones que equivalen a tortura. Eso resulta bastante evidente para cualquiera que haya podido visitarle (yo tuve una vez la oprtunidad de hacerlo) y quedó confirmado por el Relator Especial de la ONU sobre Tortura [y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes], Nils Melzer, en mayo de 2019.

Pocos días después, Assange fue imputado por la administración Trump en virtud de la Ley de Espionaje de 1917, la misma ley que empleó el presidente Wilson para encarcelar a Eugene Debs (entre otros crímenes de Estado cometidos utilizando dicha ley).

Dejando a un lado los tejemanejes legalistas, las razones básicas para la tortura y la imputación de Assange consisten en que cometió un pecado capital: divulgó información a la opinión pública sobre crímenes de Estados Unidos que el gobierno, por supuesto, preferiría ver ocultos. Eso resulta particularmente ofensivo para extremistas autoritarios como Trump y Mike Pompeo, que iniciaron el procesamiento de acuerdo con la Ley de Espionaje.

Sus preocupaciones son comprensibles. Las explicaba hace años el profesor de la Ciencia del Gobierno en Harvard, Samuel Huntington. Observaba que «el poder se mantiene fuerte cuando permanece en la oscuridad; expuesto a la luz del sol comienza a evaporarse».

Se trata de un principio crucial del arte de gobernar. Se extiende también al poder privado. Por eso la fabricación/ingeniería del consentimiento es una preocupación primordial de los sistemas de poder, estatales y privados.

Esta idea no es nueva. En una de las primeras obras de lo que ahora se llama ciencia política, hace 350 años, su «Primeros Principios de Gobierno», escribió David Hume:

“Nada parece más sorprendente para aquellos que consideran los asuntos humanos con un ojo filosófico, que la facilidad con la que los muchos son gobernados por los pocos; y la sumisión implícita, con la que los hombres renuncian a sus propios sentimientos y pasiones por los de sus gobernantes. Cuando inquiramos por qué medios se realiza esta maravilla, encontraremos que, como la Fuerza está siempre del lado de los gobernados, los gobernantes no tienen nada que los apoye sino la opinión. Por lo tanto, el gobierno se basa únicamente en la opinión; y esta máxima se extiende a los gobiernos más despóticos y militares, así como a los más libres y populares”.

La fuerza está, en efecto, del lado de los gobernados, sobre todo en las sociedades más libres. Y más vale que no se den cuenta, o las estructuras de autoridad ilegítima se desmoronarán, las estatales y las privadas.

Estas ideas se fueron desarrollando a lo largo de los años, sobre todo por parte de Antonio Gramsci. La dictadura de Mussolini comprendió bien la amenaza que representaba. Cuando se le encarceló, el fiscal anunció: «Debemos impedir que este cerebro funcione durante 20 años».

Hemos avanzado considerablemente desde la Italia fascista. La acusación de Trump y Pompeo pretende silenciar a Assange durante 175 años, y los gobiernos de los Estados Unidos y Reino Unido ya han impuesto años de tortura al criminal que se atrevió a exponer al poder a la luz del sol.

Noam Chomsky, profesor laureado de la Universidad de Arizona y catedrático emérito de Lingüística del Massachusetts Institute of Technology, es uno de los activistas sociales más reconocidos internacionalmente por su magisterio y compromiso político. Su libro más reciente es “Climate Crisis and the Global Green New Deal: The Political Economy of Saving the Planet”.

Fuente: Truthout, 28 de abril de 2022

Traducción: Lucas Antón

Editor

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